viernes, 15 de agosto de 2014

El santo cura de Ars y su impacto sacerdotal

Estamos en la conmemoración de los 150 años de la muerte del cura de Ars (Francia) Jean Marie Vianney (1786-1859), beatificado y canonizado en 1925 y en 1929, por Pío XI, quien lo declaró patrono del clero parroquial. Este comentario quisiera exponer someramente su impacto sacerdotal de nuestro tiempo. Algo tendrá el santo cura de Ars para que el Papa Benedicto XVI, sin esperar al centenario de su muerte, quisiera que el período 2009-2010 sea el Año Sacerdotal en la Iglesia Universal. Motivaciones teológicas las tendrá el Santo Padre para ello. Así las va transmitiendo a sus obispos. Acaso sea una de sus graves preocupaciones, como consecuencia de los ataques, incluso asesinato de sacerdotes. O casos especiales en Estados Unidos y en Latinoamérica. Porque el sacerdote es y será pieza angular en la Iglesia. Juan XXIII, en "Sacerdoti nostri", afirma que cuando se trata de destruir lo religioso se comienza atacando al sacerdote.
El santo cura de Ars nace en plena Revolución Francesa -1786-, que supuso una persecución religiosa superior, según historiadores, a la de Diocleciano. El laicismo del Estado afectó a toda la sociedad francesa. Los sacerdotes sobrevivientes tuvieron una gran tarea. San Pío X sintió abiertamente la necesidad de reencontrar sacerdotes preparados, como otros Cristos, llenos de amor, humildad, sacrificio y preparación. Dentro de la Ciudad del Vaticano, está el Preseminario San Pío X, que dirige monseñor Enrico Radice. EL pequeño pueblecito de Ars no estuvo ajeno a la blasfemia, la obscenidad, la persecución. La oración, el confesionario, casi sin límites, y el fervor eucarístico hicieron luego de Ars un lugar de peregrinaciones.
En España coinciden los años de su canonización con la aparición de lo que nosotros hemos denominado "La generación sacerdotal del 27", esto es, aquellos nacidos con el siglo XX que se incorporan apostólicamente después, luego de una fase de decadencia marcada por la generación del 98. Miles de aquellos sacerdotes también fueron mártires. Muchos empezaron en zonas rurales, pobres y desapercibidas. Pero en todas las diócesis se encontraron obispos y directores de seminario excepcionales. Don Manuel del Sol fundó la Hermandad de los Operarios Diocesanos. En diversos trabajos, hemos tenido la oportunidad -y la responsabilidad- de poder dar a conocer a mosén Jesús López Bello (1904-1990), sacerdote aragonés, nacido en Daroca (Zaragoza), el cual, a través del confesionario, la oración, la predicación -con un centenar de homilías, inéditas en la II República y posguerra-, la dirección espiritual, el fervor eucarístico, humilde, también amenazado de muerte, se entregó calladamente a la obediencia y disponibilidad de los obispos, catequesis, atención a los enfermos, y a la dirección espiritual de religiosos y religiosas -varios centenares dispersas hoy por varios continentes- y familias.
Esa generación del 27, cuya historia merecería completarse, ya cumplió su misión. Estarán en la comunión de los santos. Siguió otra generación posterior, que ha empezado a desaparecer. Don Juan Antonio Gracia, ilustre canónigo y escritor, destacaba a dos sacerdotes, a los que nosotros hemos conocido y valorado: don Juan Gasca Saló y don José Melero Navarro. El primero, el sacerdote mayor de la archidiócesis aragonesa, nació en Encinacorba, en 1912, y se ordenó en junio de 1936. Cura rural, en los municipios zaragozanos de Pinseque, La Joyosa y Marlofa, a cuyos feligreses entregó su talento, su fe y su preparación. Trató -y fue su biógrafo- al conocido don Juan Buj, de quien heredó un fervor eucarístico excepcional, dirigiendo la revista "Jueves Eucarísticos", tarea que compartía con la de coadjutor de las parroquias de San Miguel, San Vicente, Cristo Rey y la del Pilar, de Zaragoza. Había sido secretario del Año del Pilar, que le encomendó el arzobispo don Pedro Cantero.
Don José Melero nació en abril de 1921, en Bisimbre (Zaragoza). Ordenado en 1947. Ambientes parroquiales rurales, entre otros, en Tronchón (Zaragoza), Olocau del Rey (Castellón) y Burbáguena (Teruel), y coadjutor, con otro santo sacerdote, don Andrés Estrada, entrañable amigo de mosén Jesús López Bello, en la parroquia de Daroca. Es significativo que esa dedicación a las almas en zonas y pueblos aragoneses le vino muy bien para que, en sus últimos cuarenta años, ejerciera de párroco y capellán mayor en la catedral de la Seo. Su papel, en larga etapa de rehabilitación de las obras -inacabables-, el trato con arquitectos, historiadores, informadores, etc. lo ejercía con sencillez, y con plena dedicación digna de resaltar. En la basílica del Pilar, la misa de las doce de la mañana estaba a su cargo. Una predicación directa y catequética, era muy bien recibida. Valedor del Rosario de Cristal, una procesión que ha alcanzado un interés nacional.
Ambos sacerdotes eran cercanos a mosén Jesús López Bello, compenetrados, llenos de humilde entrega a sus fieles y a sus obispos. Naturalmente, han sido otros muchos sacerdotes como "pequeños curas de Ars", los que llenaron Aragón con sus 300 mártires, la historia eclesial de los últimos 100 años, los que preceden a los 150 años de la muerte del cura de Ars. Merecería que en otras archidiócesis se descubrieran, en estos años de secularización, su papel ejemplarizante. Como recuerdo, al menos, del impacto del Cura de Ars en la iglesia universal de su tiempo y en el Año Sacerdotal 2009-2010, como desea nuestro Pontífice.

JESÚS LÓPEZ MEDEL
Académico
EL DÍA S/C de Tenerife
DOMINGO, 20 DE JUNIO DE 2010

Homilia de Don Jesús López Bello, siendo Párroco de Luesma (5-10-1928)

MISTERIO E IDENTIDAD DEL SACERDOTE. EJERCITO DE LA IGLESIA

HOMILIA DE DON JESUS LOPEZ BELLO, SIENDO PARROCO DE LUESMA, CON OCASIÓN DE LA PRIMERA MISA DEL SACERDOTE, MOSEN CRISTINO FELICES, EN HERRERA DE LOS NAVARROS, 5-10-1928.

“Assimilatus autem Filio Dei, manet sacerdos in perpetuum” (Heb. 7.3). Semejante al Hijo de Dios, permanece Sacerdote para siempre.

¡Grande es Dios! Si hubiéramos asistido a aquel momento sublime de la Creación, cuando Dios sacaba de la nada las criaturas para que fueran espejo, borroso y quebrado, sí, pero al fin, espejo de sus infinitas grandezas. Cuando desplegaba los cielos como las lunas de una tienda de campaña; cuando valladaba los mares, aquí con rocas bravas, más allá del cerco de arena, para que nunca jamás traspasara sus linderos…¿Qué hubiéramos hecho, sino exclamar entre los estremecimientos de un religioso asombro: ¡Magnus in magnis! Grande es Dios, en sus obras grandes.

Pero si en ese sublime momento de la creación, hubiéramos contemplado a ese mismo Dios, cuando escondía en el seno de la tierra las semillas de las más humildes plantas y proveía a su germinación y desarrollo, mandando al sol que las calentase y al agua que las humedeciese y al aire que las orease; cuando vestía las florecillas del campo, con aquel tan galano traje que Jesucristo había de llamar más hermoso que las púrpuras y los brocados del rey más glorioso de la Tierra; cuando mulló los nidos donde los polluelos habían de agitar sus alas, desnudas plumas y abrir sus picos y lanzar hambrientos quejidos, pidiéndole el alimento de cada día, ¿qué hubiéramos hecho sino exclamar, poseídos de nuevo y mayor asombroso: ¡Magnus in magnis! ¡Grande es Dios en sus obras grandes!; ¡maximus in minimis!, pero en sus obras mínimas es máximo, es grande sobre toda ponderación.

El misterio del sacerdote

Y aquí diremos, amadísimos de mi alma, de la grandeza y omnipotencia de Dios comparada con la flaqueza y debilidad del hombre. ¿Qué cosa hay más pequeña? Y sin embargo, no contento con humillarse hasta bajar a la tierra, para enseñarnos el camino del cielo, ofrece Jesucristo al Padre Eterno su vida en sacrificio y quiere que este mismo sacrificio sea renovado todos los días en el altar por aquellos que El mismo ha dado en llamar “Sacerdotes”.

Si hay momentos en la vida, llenos de emoción para el corazón del hombre son para mí los actuales, en que veo complacido, reunida a la mayoría del pueblo de Herrera porque uno de sus hijos ha logrado escalar las gradas del altar. Es en verdad, amados oyentes, una solemnidad muy conmovedora, la que aquí nos tiene reunidos en este día.

Después de largos estudios, luego de pruebas multiplicadas, después de una preparación que ha durado muchos años, un hijo de esta parroquia sube hoy por primera vez al altar del Señor para celebrar el memorial del Sacrificio que ha salvado al mundo. Este joven sacerdote, muchos lo habéis visto nacer, todos lo han visto crecer en ,medio de los de su edad y hoy, héle aquí, que Dios lo ha escogido para hacerle su sacerdote y su ministro, elevándole así a una dignidad tan alta de la que muchos cristianos no tienen más que una idea muy imperfecta. El nuevo Sacerdote comprende su dicha, grande en el Bautismo, mejor en su primera Comunión y grandísimo en el Sacerdocio y Primera Misa.

Me escoge por heraldo de su felicidad, alegando mi cariño a la familia, a la parroquia, al seminario…

Yo acepto con temor, porque sólo Jesucristo puede explicar dignamente el misterio del Sacerdocio, en cuanto es semejanza del mismo Jesucristo. Así, pues, como asunto mejor en relación con las circunstancias que nos reúne, os haré ver en breves momentos, que la dignidad del Sacerdote es muy eminente y elevada, ya por su origen, ya por el objeto de su misión, ora por el carácter sacerdotal, y ora, en fin, por su preeminencia sobre toda otra dignidad.

¡Dios eterno y Omnipotente! ¡Obrad en este día como quien sois! Manifestad una vez más vuestra potencia y bondad, concediéndome ayuda y favor en estos críticos instantes. ¡Virgen Santísima. Madre de Dios y Madre nuestra! Interponed a este fin vuestro valioso patrocinio, mientras os decimos todos con filial amor y confianza: Ave María… (Se reza en silencio para la segunda parte).

El Sacerdote, un Jesucristo continuado

Esta misión no es nada menos que divina. Es la misma misión confiada por el Padre Eterno a Nuestro Señor Jesucristo, cuando vino a la tierra. Oid las palabras del Salvador, dirigiéndose a sus apóstoles, de los cuales los sacerdotes son sus sucesores: “Como mi Padre me ha enviado -- les dijo--, yo os envío”. Según eso, Dios, el Padre, ha enviado a Jesús con toda su omnipotencia: luego Jesús ha enviado a los Sacerdotes con todo el poder de que él mismo ha sido investido, puesto que los ha enviado como él mismo lo había sido. Es como si le hubiera dicho: Yo soy enviado por mi Padre: vosotros sois a vuestra vez mis enviados. Del mismo modo que los que me envían, veían a mi Padre en mí, así los que os verán, me verán en vosotros: Vosotros seréis las imágenes de mi persona, otros Cristos: “post Deum, terrenus Deus”.

Del mismo modo que es Dios, el Padre, quien, permaneciendo en mí, hacía todas mis obras, de igual manera seré yo, quien permaneciendo en vosotros, haré las vuestras: soy yo quien bautizaré, predicaré y sacrificaré por vuestro ministerio. ¿Quién no ve aquí que hay identidad entre Jesucristo y el Sacerdote, bajo el punto de vista del ministerio, confiado a éste? ¿Que el sacerdote es Jesucristo continuado, puesto que tiene su misión, no del pueblo o de la comunidad de los fieles, no del César o de los poderes del siglo, sino de Jesucristo del cual depende? ¿Quién no ve que el sacerdocio que se ejerce en la tierra trae su origen en el cielo, que es una institución divina y celestial? Jesús dice también a los Apóstoles: Quien os escucha, me escucha, quien os desprecia, me desprecia: el que desprecia, desprecia al que me ha enviado.

¿Quién no ve también aquí brillar la identidad entre la persona del sacerdote, en tanto que lo es y la persona de Cristo? Así, el sacerdote ha sido siempre considerado por los signos cristianos unas veces como cooperador de Cristo, o como su lugarteniente y también como su legado, y por consiguiente como un funcionario ejerciendo una función, no en nombre del Estado, sino en nombre de Jesucristo y en su lugar y puesto, según estas palabras de S. Pablo.

Bajo este punto de vista, ¿no se nos revela la dignidad del sacerdote como una dignidad de un orden superior? ¿Cómo la dignidad más elevada, puesto que es una participación de la de Cristo, que es la dignidad más alta por participar de la del mismo Dios? Así, pues, el sacerdote podrá siempre ensalzar su dignidad a los ojos de todos, diciendo que es un enviado ¿y de quién? De Cristo, como dice el Apóstol S. Pablo, para hacer dar a su ministerio el honor que le era debido.

La dignidad del Sacerdote es eminentísima, en segundo lugar, por el objeto de su Misión: Un arte es considerado como tanto más elevado, cuanto se ejerce sobre una materia más preciosa y con ésta realiza productos de un grandísimo valor. Es así, como el que trabajo el hierro es más considerado que el que trabaja la arcilla: el que trabaja el oro lo es más que el del hierro: es así como el sabio que se ocupa de las cosas del espíritu para comunicarlas a otras inteligencias, es más considerado que el obrero que trabaja la materia para las necesidades, la utilidad o el placer de la parte material de nuestro ser. Y el sacerdote trabaja en nombre de Cristo, sobre Dios y sobre las almas: sobre Dios que lo hace descender a las almas; sobre las almas que hace subir a Dios. Su ministerio tiene por objeto preservar, para conservarlos en la santidad del Bautismo, a los santos.

El sacerdote, además, es Antorcha, colocada en el candelero, para que pueda alumbrar a todos los que están en la casa, luz brillante y ardiente. Ilumina los espíritus y abrasa los corazones. El enseña no la doctrina del hombre, sino la doctrina de Dios, porque antes de enseñar a los pueblos se ha puesto en la escuela superior de la divinidad para aprender lo que debía repetir, según estas palabras:

Es la Luz más elevada que pueda existir porque es la luz misma del Evangelio, encendida con los esplendores del Verbo, que es el Hijo del Padre de las luces, que es el mismo Luz de Luz. En todas las poblaciones el Sacerdote hace conocer todas las grandes verdades que son la base de la razón humana, sus elementos constitutivos. Hace conocer en sí mismo y en sus obras a Dios, cuya ciencia es preferible a todos los sacrificios. Su filosofía es la alta filosofía de Cristo que da a los espíritus más terrestres el vuelo rápido y atrevido del águila. Su palabra, fecundada por la gracia, remueve y penetra las almas hasta lo más íntimo, hace prodigios, atrayendo a los afligidos, afianzando más a los justos, superando a los impíos, fomentando y sosteniendo las obras tan multiplicadas de la caridad y siendo el motor de tos el bien que se hace en el mundo. Sin el ministerio de la palabra sacerdotal la gran mayoría del pueblo, privada de toda instrucción religiosa, no tendría ninguna noción de Dios, de la Providencia, de la vida futura y de la buena fe: los hombres serían muy pronto bárbaros, después salvajes y no tardarían en devorarse mutuamente.

Maestro de las costumbres, el sacerdote da también a las ciudades y a los pueblos con su sola presencia un carácter moral que no tendrían sin él. Su palabra clara, precisa como el Evangelio mismo, puede ser fácilmente comprendida por los ignorantes y los niños. ¡Qué diferencia bajo este concepto entre el Sacerdote y el sabio del siglo, afamando la verdad en nombre de su razón, tan frecuentemente víctima de sí misma. Y esto en formas ininteligibles! Chateaubriand ha dicho con razón…Lo que los mayores genios de Grecia han transmitido por un esfuerzo de razón, se enseña públicamente en nuestras ciudades; y el jornalero puede adquirir fácilmente, y en el catecismo aprender los secretos más sublimes de los antiguos siglos. Quitad el Sacerdote para reemplazarlo por un filósofo y pronto el mundo volverá a caer en las tinieblas de la antigua noche, en el desorden del caos. Son las creencias –y no las fortalezas— quienes hacen las naciones fuertes e invencibles. Del mismo modo que un instrumento de música no puede dar más que sonidos confusos, si las cuerdas no están colocadas en orden por el músico, de igual manera la sociedad no puede estar más que en confusión, si el sacerdote no pone la armonía en los espíritus. Después de esto, preguntamos: ¿La vocación sacerdotal no aventaja a las demás vocaciones, tanto como el cielo sobrepuja a la tierra? ¿No tiene preeminencia?

La dignidad del Sacerdote es muy eminente por el carácter sacerdotal a que está unida. Lo que sabéis, amados oyentes: el sacerdocio confiere al alma un carácter indeleble que no será destruido, ni aun por la mano de la muerte. Por este carácter, el sacerdote es sacerdote para la eternidad y hay entre él y el seglar una diferencia intrínseca que lo hace ser aparte, sobrenatural, deificado. Por eso es más grande que un ministro o representante de las religiones humanas, puesto que no habiendo éstos recibido el Sacerdocio de Cristo, no poseyéndolo en sí mismos, no tienen otro valor más que el valor personal que ayuda más o menos a la eficacia de su ministerio, mientras que el sacerdote, además de ser valor personal, tiene el valor del carácter divino a que está unido este ministerio.

El sacerdote es superior a los Angeles en los cuales no existe este carácter sacerdotal que es una participación del sacerdocio de Cristo. Es muy superior a los funcionarios civiles que pueden ser despojados de su cualidad por la voluntad del Jefe, mientras que el sacerdote, aun cuando sea renovado, permanecerá siempre sacerdote a los ojos de Dios, y a los cristianos. Se podrá matar a muchos sacerdotes, pero no se puede matar el sacerdocio, siempre inherente a la persona del sacerdote y a la del Obispo que puede perpetuarlo. Del mismo modo que en el Salvador, cuando fue clavado en la Cruz, la divinidad fue invulnerable, así en el sacerdote cuando es perseguido, la ordenación permanece intacta. Y es después, nadie se imagina poder destruir el sacerdocio católico, o al menos que se querrá ver en el sacerdote no más que un simple mortal, un funcionario o una especie de empleado. No, no es así. Hay entre el sacerdote y el resto de los humanos una inmensa diferencia que descansa sobre un carácter intrínseco, haciendo del sacerdote un hombre aparte, un ser no solamente consagrado por los votos, como lo son los religiosos y las religiosas que no tiene el carácter sacerdotal, sino que está consagrado por un efecto sobrenatural del Sacramento del Orden. Los demás hombres son seglares, el sacerdote es más que ellos, por una señal divina que hace parte de su esencia, diga lo que quiera el naturalismo, que no ve en él más que un hombre semejante al común de los mortales y que hará parte de él para siempre, según esta palabra de la Escritura: Tu es sacerdos in aeternum…Los sacerdotes, no solamente para el tiempo, sino para la eternidad: lo serás siempre, lo he prometido, sin arrepentimiento.

Por último la dignidad del sacerdote es eminentísima por su superioridad a todas las demás dignidades existentes. Los sacerdotes son tan “superiores” a los seglares, aun los más elevados, en dignidad, como Jesucristo es superior al hombre. ¿Cómo es eso? Porque el sacerdote representa a Dios y al orden divino en lo que hay de más elevado: está consagrado por Dios mismo en virtud de una acción sobrenatural y no natural. ¿Puede existir una dignidad más alta que la que constituye a un mortal en hombre de Dios y vicario de Cristo? Su dignidad le coloca en un mundo superior, en una esfera increada desde cuya altura domina todo lo que es creado. La primera de todas las dignidades es la de Dios que es divina: la segunda es la de Cristo que es a la vez divina y humana. Y la dignidad del Sacerdote es la participación de la dignidad de Cristo, es a la vez una dignidad y humana.

Sacerdote y pueblo de Dios: Ejército de la Iglesia

Así, pues, en cualquier punto de vista y bajo cualquier aspecto que se considere la dignidad del sacerdote se muestra por todas partes y siempre muy elevada y muy excelente más que toda otra dignidad de la tierra, hasta tal punto que nuestros Santos, asombrados por su eminencia, han hecho lo que han podido para evitar que les fuese conferida. De ahí, una doble obligación de respeto que nos interesa a todos igualmente, a vosotros cristianos y a nosotros sacerdotes. El sacerdote debe respetar en él la dignidad de que está revestido para ventaja, no de él, sino de todo el pueblo fiel y no hacer nada que le desacredite o envilezca. Pero, vosotros cristianos, no debéis respetar menos la dignidad de que están revestidos los sacerdotes. Porque, es para vuestro bien y para vuestra salvación que Dios ha hecho al sacerdote. Todos lo sabéis. Apenas el niño ve la luz del día cuando el sacerdote le recibe en sus amorosos brazos par rociar su cabecita con el agua bautismal y verter en su espíritu un raudal inmenso de gracias. El vigila los primeros pasos de su infancia e infunde en su alma el amor y el respeto a la religión divina y le alimenta con el pan de los Angeles…

Nacido el hombre para la sociedad, no tarda en pensar en un modo de establecerse: su inclinación natural le lleva a buscar una compañera que pueda hacerlo dichoso. Ahora bien: ¿qué es lo que cimentará su unión y la hará indisoluble, para fijar sus deseos si llegaran a ser volubles?.

Es también el sacerdote, quien establecido por Dios mismo para recibir sus juramentos, unirá sus oraciones para bendecirlos y para ponerlos bajo la protección divina, sola capaz de mantenerlo en la paz y la concordia y hacerle pasar días dichosos, exentos de estos males crueles que atormentan a los esposos infieles y malavenidos.

Cuando la edad va angostando la lozanía de esos dos esposos; cuando se acercan a la tumba agobiados por el peso de los años, a la cabecera de estos enfermos trabajados, tal vez por una enfermedad contagiosa, veréis un hombre de severo aspecto. No preguntéis quién es: es el sacerdote, el ángel del pueblo, ese consolador tan necesario en nuestros últimos momentos: la religión nos lo ha procurado. Angel de paz y de temor a la vez el sacerdote habla del enfermo de la justicia de Dios, para llevarle al arrepentimiento y de su misericordia, para inspirarle confianza; contrapone ante sus ojos y los suplicios del infierno por las delicias del paraíso para determinarse a depositar en su seno, la confesión de sus iniquidades.

Por último, le reconcilia con Dios cuya venganza había que temer y lo dejo tranquilo y resignado, desasido de los bienes de este mundo y esperando con alegría su última hora, para ir a gozar de los bienes de la otra vida. Tales son, amados de mi alma, las ventajas del sacerdocio para los fieles; tales son los bienes preciosos que les procura.

Reverenciad en vuestros corazones su alta dignidad y testimoniad con vuestras palabras y acciones, cuando las circunstancias lo pidan, el respeto que tenéis por ella. Santos personajes y poderosos emperadores no ha desdeñado hacerlo con brillo. Hacedlos, pues, vosotros por lo menos con sencillez y modestia y Dios –que es tan sensible al honor de sus sacerdotes que faltarles, es como tocarle en la pupila del ojo--, dispondrá las cosas para que su ministerio os consuele en este mundo y os salve en el otro:

Queridísimo compañero: Sacerdote venerado. Desde hoy formas parte de ese Ejército de la Iglesia Católica cuya eminente dignidad sobrepuja a todas las dignidades de la tierra, como acabas de oir. Por esto mismo, serás objeto de veneración para los verdaderos cristianos, pero no olvides que la impiedad te espera para hacerte objeto de sus calumnias, de cinismo. No temas, sin embargo, sus ataques: son los impíos semejantes al arroyo que, después de ella tempestad, amenaza con su corriente destructora y al siguiente día aparece seco. Hay un Dios que destruye los impíos con un soplo de su omnipotente labio. Por otra parte, dentro de breves momentos, vas a tomar en tus manos ya consagradas el pan de los fuertes, te vas a unir en estrecho consorcio con Dios, y si Dios está contigo, ¿a quién temerás?.

Sube, pues, al altar Santo para que pronto veas cumplidos tus deseos y nosotros veamos con los ojos de la Fe, cómo al pronunciar tú, por primera vez, aquellas misteriosas palabras, se rasga el Cielo, y en medio de nubes resplandecientes viene Jesucristo a ocultarse bajo las apariencias de Pan y de Vino, y en aquel momento sublime dile al Señor que te proteja en el difícil y augusto ministerio que hoy inaguras. Cuéntale las necesidades del mundo, de tu pueblo y de la Iglesia. Suplícale que derrame sus misericordias en abundancia para que vuelvan a El los corazones extraviados. No te olvides de pedir, en este día, por todos los que hemos venido a participar de tu dicha, a recoger tu primera bendición y estampar un beso en tus manos ya consagradas.

Pide por tus hermanos y allegados que hoy están en tu derredor, como han estado siempre para protegerte. Pide por tus padrinos y sobre todo no te olvides de tus queridos padres. ¡Ah! Comprendo la desgracia que te aflige en estos momentos, pero no sea así: ellos como ángeles invisibles presencian el sacrificio que por ellos ofreces al Eterno Padre, te miran complacidos y te dicen: dispon ya de Dios que es tu Padre, y tienes ahí bien cerca a la Virgen objeto de tus amores, que es tu Madre y que no te desampara.

Levántate, y pisa por vez primera las gradas del trono de tu Dios, mientras nosotros rogamos para que te colme de favores, llenes cumplidamente tu augusta misión: en la tierra y todos nos veamos un día triunfantes en el Cielo. Así sea.